martes, noviembre 21, 2006

Sería la historia de una mujer llamada Margarita. Ella vivió en los años 40, era hija de un ingeniero muy reconocido en su ciudad natal, Milán, trabajador incansable en una empresa automotriz llamada FIAT, que a penas comenzaba por esos años. La chica, huérfana de madre, había celebrado hace dos días su cumpleaños numero dieciocho y por varias semanas después, ella esperó el regalo anhelado: un huevo de cobre. Esto era algo muy común entre las chicas de su edad, pues sabían que si un hombre entregaba a una mujer esta joya tan particular sería honrada con el matrimonio por el que ellas viven. Margarita ya estaba desesperada, “dieciocho años de esperar a alguien es demasiado”, decía. Un jueves por la mañana antes de la misa familiar, salió a comprar una paloma. Le amarró las patas y la colgó arriba de la puerta del baño, ya que conocía que pronto tendría su menstruación y no quería sentir el cambio de humor que ella sufría en esos días. Levantó a su padre, pero esta vez vio que no se vestía con sus sandalias ni con su falda de los jueves, ni siquiera cantó un tango como debía hacerlo después de calzarse. La hija pasó por alto esas terribles faltas a la moral, pero no pudo hacer lo mismo a la hora de la comida, cuando el padre no cortó el betabel en siete partes iguales, lo que provoco el repudio inmediato de Margarita ya que ella había puesto el espacio para el corte con tanto amor como lo hizo alguna vez con sus mascotas queridas. El padre notó esta mirada de enojo que recordó del rostro de su difunta esposa cuando olvidaba coser las papas. Ambos sabían que tenían que hablar. El aire denso y morado por el plato hirviendo de moras que ella había preparado se metía en los pulmones de aquella pequeña familia, esperando salir como sonidos articulados en frases de explicación, pero solo quedó ahí, manchando el interior de las viseras. Cinco o seis minutos fueron los que pasaron antes de que Margarita se soltara a llorar por no saber que decirle a su propio padre, ya que había sido educada para hablar siempre antes que los hombres. Como era de esperarse no debía mirarle a los ojos y mucho menos pronunciar su nombre, ya que era mal visto en las jóvenes de su clase y mucho más si era una candidata para prepararle el baño caliente al honorable presidente Alizio De Strada, honor que se había ganado a pulso. El padre comenzó con una voz entrecortada a explicarle a su hija el cambio tan repentino de religión, se debía a su adicción a la limpieza, pero estaba conciente de su problema e hizo, entre el betabel sin cortar y la sopa de moras, la promesa más grande que se puede hacer un hombre como él. Se prometió a sí mismo, evitar el lavarse el cabello a menos que el diario vespertino lo permitiera, como lo anunciaba siempre en los días en que se esperaba neblina. Ella no podía creerlo, su padre, el hombre que robaba los mangos para dárselos a su familia no solo anunciaba que ya no pertenecía al movimiento leguminoso de la bendición celestial, sino que también le había mostrado que con un poco de higiene se puede caer muy bajo. Su mente estaba perdida y así permaneció dos días más hasta que pagó los dos litros y medio el sábado al amanecer, ya que tenía que preparar el arroz con leche para que no se le arrugaran las manos, fue ahí donde encontró a Halal, un refugiado libanés que debió participar en el encuentro amistoso de golf entre Portugal y el Líbano en 1938. Ella lo encontró celebrando la “plantada” y descubrió que él tenía más de veintidós años, pues fue él mismo quien cortó el betabel en siete partes que parecían perfectos. Margarita tenía idealizado el concepto de amor, pero no lo tuvo tan claro hasta esa noche de sábado, cuando invitó al joven a convertirse en el nuevo hombre de la casa y beber la sangre de su padre, que debía ser apaleado esa misma tarde por todo Milán a causa de su nueva visión cismática.

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